LAS COCINAS DE ANDALUCÍA O LA NEGACIÓN DEL ESTEREOTIPO
Las cocinas de Andalucía se han mirado ¡por fin! al espejo y se han gustado. Hay que cerebrarlo como si de una hija que dejara atrás la adolescencia se tratara, aunque en realidad tengan muchos años; casi tantos como han pasado escondidas.
¡Pobres cocinas de Andalucía!, podría pensarse. Pero no. No son pobres, ni tristes, ni aburridas. El final de esta historia puede ser feliz, aunque el último siglo no haya sido fácil. Lo enfilaron divididas: para empezar, por sus cunas. Una era rica y cosmopolita; las demás, nacieron pobres y se criaron analfabetas. La primera entró en el siglo XX, disfrazada de francesa, de la mano de Paul Busquets y otros chefs, que recrearon la cocina francesa en las cadenas de hoteles y restaurantes que compartían nombre con los del resto del continente: Universal, Europa, Emperadores… Las demás, las vecinas pobres, siguieron con sus sopas, sus guisos y sus aliños, aunque en el siglo anterior hubieran descubierto ingredientes que marcarían un antes y un después: ¡el tomate y la patata!
Así, separadas como si no se conocieran, aunque vivieran en puertas contiguas, les sorprendió la II República y, con ella, la explosión de los bares. ¡Los bares! Hoy parecen incontables, pero el primero no se registró hasta el año 22 y no fue hasta los treinta que proliferaron. Antes, había cervecerías, que eran locales finos, y tabernas, de las que sólo en Sevilla capital había en la República trescientas treinta y tres. Pero ni en unas ni en otras se comía caliente. En las cervecerías se servían salchichas y fiambres. En las tabernas, aceitunas, embutidos y, si acaso, algunos fritos, pues la abolida ordenanza que prohibía los guisos permanecía vigente en el rechazo de taberneros y clientes a mezclar vinos y salsas.
Hasta entonces, la cocina se hacía en las casas, pero sólo se mostraba en fondas, hoteles y restaurantes. Con la llegada de los bares proliferó, sin embargo, una forma de comer que poco después sería fundamental para la definición de las cocinas de Andalucía: las tapas, que al principio no conocían ese nombre, sino el de aperitivos, un invento de postín, que se había puesto de moda en Madrid y en muchas capitales españolas, incluidas las del sur. Gracias a las tapas salieron a la calle las cocinas populares de Andalucía. Al principio, con reparo, casi con vergüenza -no hay que olvidar que en algunos lugares todavía no se cobran-, pero el caso es que gustaban y después…
Después, vinieron la guerra y la posguerra, y con ella el fin de las importaciones, la carestía, la falta de cocineros de renombre… Las cocinas de los locales que no cerraron se vistieron de flamenca. Y es que tocaba el casticismo: ya no eran restaurantes, sino mesones, igual que se españolizaron sus nombres y los cocineros tuvieron que arreglarse con lo que había: garbanzos, callos, chorizos, huevos… Las cartas dejaron atrás los pocos nombres franceses que seguían impresos y empezaron a ofrecer lo mismo que las tapas: cola de toro, menudo, tortillas, espinacas con garbanzos, huevos a la flamenca… Esa reconversión forzosa fue el verdadero motor del éxito de la tapa: puestos a comer lo mismo, era más ameno y barato hacerlo en la barra ¡o mejor aun: de barra en barra! Durante los años cuarenta y cincuenta los bares de tapas se multiplicaron al mismo ritmo que descendían y se anquilosaban los restaurantes. La cocina andaluza no se quitó en todo el tiempo su traje regional.
Y en estas… las sorprendió el turismo. Cuando la ley Fraga reglamentó en el 65 la hostelería, obligando a ofrecer menú, a traducir las cartas a otros idiomas y a tener a mano el libro de reclamaciones, las cocinas de Andalucía se presentaron en público, a sabiendas de que sus trajes estaban pasados de moda. No se les ocurrió nada mejor que copiar los de la capital o los que tanto éxito tenían en Levante. Fueron los años del cóctel de mariscos y la paella. El toque andaluz lo daban los fritos, aunque empezaran a nadar en aceite de girasol. Mientras tanto, en las casas se comía, como siempre: bien.
Para el sector, el turismo fue la primera tabla de salvación. Unos años después, con la democracia, llegaron las comidas políticas y las de negocios. Las empresas y las administraciones, que hasta entonces apenas salían a comer, se convirtieron en fieles clientes de unos restaurantes, que intentaban ofrecer calidad y ¡cocina andaluza!
Era la hora de Andalucía y había que presentar a su cocina en sociedad. El problema es que nadie encontraba un vestuario tan completo y lucido, como el que paseaban desde hacía décadas sus hermanas del País Vasco y Cataluña. Se ensayaba, se afinaba… pero lo cierto es que hubo un momento en que la imaginación pareció agotarse en los revueltos y en los fritos. Nadie recordaba ya hasta qué punto el aceite y los fritos habían sido escasos en la mayoría de las cocinas andaluzas, ni que en Sevilla no hubo una freiduría hasta 1916. Eran gallegos.
Algunos rebuscaron en la historia y tiraron de los llamados platos moriscos y andalusíes. Poco importaba que sus ingredientes no se conocieran en aquellos lejanos siglos, que el resultado fuera pura invención. El caso era ofrecer las raíces de la cocina andaluza, darle aires de autenticidad. Ese ha sido el empeño de muchos en las últimas décadas. Pero no el único: hosteleros, cocineros, comunicadores y administradores han apostado por la indagación, la divulgación, la formación y la calidad. Se abrieron las primeras escuelas de hostelería y se dejó de enseñar a trinchar con pollos de madera; se rastreó el aroma de las cocinas populares; se atendió a lo que hacían otros y, además, se inventó. En esta aventura, se multiplicaron los restaurantes, se diversificó la oferta y se parieron nuevos platos. El resultado no ha sido la cocina andaluza, sino las muchas cocinas de Andalucía.
Cuando, al principio de este texto, he hablado de ellas en plural, no ha sido por casualidad. Las cocinas de Andalucía han resultado ser muchas. Es la ventaja de crecer despacio, de no sufrir la presión del éxito. Nadie se fijó en ellas, cuando triunfaban las cocinas regionales, ni han sido las más aplaudidas en la pasarela de las de autor. Ese segundo plano pudo saber a veces a humillación, pero ha puesto a prueba su paciencia, ha afianzado su tesón y ha avispado su paladar.
Conocerse, aceptarse y quererse no son tarea fácil. Máxime si, como ocurre con la cocina, no se puede recurrir al psiquiatra. Hay que hacer el camino a solas, con la cabeza sobre la olla, guiándose del olor, del sabor, de la intuición, aunque no siempre salgan las cuentas. En esta ocasión ha dado, además, frutos. De tanto llamarlas, las cocinas de Andalucía han terminado por mostrarse como son: complejas y variadas. Han descubierto un rostro expresivo y un cuerpo sembrado de aromas y sabores. Para colmo, se han mirado al espejo y se han gustado. Esperemos que no queden petrificadas por el éxito.
Toda definición supone eliminar matices. Las cocinas regionales quedaron caricaturizadas en un puñado de platos. Ahora le toca a las de Andalucía desvelar sus rasgos. Sus líneas serán definidas y su imagen, reconocible. Es tarea de aquellos que las cocinan, las sirven, las divulgan y las pagan evitar que queden anquilosadas en una breve lista de especialidades. El esfuerzo de la creación no tiene tregua. Hay que rastrear su sabor por muchos y cruzados caminos. Y digo caminos, porque es en el recorrido de seculares sendas de ida y vuelta, donde se han gestado las cocinas de Andalucía.
Los mapas culinarios de este sur sólo pueden entenderse, si se dibujan planos superpuestos y líneas entrecruzadas. De la mano de los intercambios y de las migraciones las cocinas han cruzado, durante siglos, los límites con Portugal, Extremadura, Castilla y Levante. De hecho, hay elaboraciones, como las calderetas o los dulces de sartén, que sólo se dan en los pueblos de las vías migratorias que desde Extremadura y Castilla atravesaban la Sierra Norte de Sevilla, bordeaban Sierra Morena hasta Jaén para trabajar en la minería y en la aceituna, bajaban a la Campiña y terminaban en el Marco de Jerez o en el Condado. Otros alimentos y gustos viajaban por el Guadalquivir o a lo largo de la costa, como ha ocurrido entre los marineros gaditanos, onubenses y portugueses, que se embarcaban o pasaban juntos largas temporadas en los ranchos de la costa: sus cocinas comparten guisos y gustos desconocidos para sus vecinos campesinos. Las cocinas andaluzas tienen, en fin, incontables influencias. He encontrado rasgos cubanos en Los Pedroches; catalanes, en las Subbéticas; leoneses, en la Campiña; castellanos, al sur de Granada… Son cocinas curiosas y han crecido en la sabiduría de anteponer el disfrute a la construcción de una identidad concebida en el aislamiento.
No hay que temer que sigan haciendo lo mismo: que miren a sus vecinos o incluso copien. Poco importa que la inspiración tenga un sustento histórico inventado, que las mezclas sean calcadas de otras cocinas, que los nuevos cocineros se asemejen tanto, precisamente cuando pretenden firmar sus platos. Las cocinas tienen una gracia de la que carecen otras creaciones: las obras no permanecen; son ingeridas. Por la misma razón, deben ser continuamente recreadas. Lo importante es que se cocine, se venda, se goce y se hable de ello; a ser posible, bien. En ese cruce de fuegos, sabores y opiniones, las cocinas de Andalucía seguirán siendo múltiples, plurales e imprevisibles.
Dra. Isabel González Turmo
Universidad de Sevilla
Vicepresidenta europea de la Comisión Internacional sobre Antropología de la Alimentación