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SLOW FOOD: LA VUELTA AL MUNDO PASA POR ANDALUCÍA

¿Slow Food? No. No se trata de comer muy despacio y tampoco es una sociedad gastronómica ni un movimiento elitista ideado para los que tienen tiempo, dinero y ganas de buscar los alimentos más exquisitos. Slow Food es una asociación sin ánimo de lucro, que surgió frente a la comida rápida, el estilo de vida rápido y la desaparición de formas locales y patrimoniales de alimentación. Sus propuestas son la defensa de la biodiversidad, la educación del gusto y el apoyo a los pequeños productores de alimentos y a las personas interesadas en saber qué comen, de dónde proceden los alimentos y cómo las propias elecciones alimentarias afectan a millones de personas.

Han pasado algo más de veinte años desde que el movimiento arrancó en el norte de Italia. Debieron derramar buena simiente, porque han sobrepasado ya los ochenta mil socios y crece en los cinco continentes.  Slow Food se ha configurado como una tupida red de personas de origen, ocupaciones y vidas muy diversas, pero con intereses comunes, que pueden resumirse en un claro objetivo: una alimentación buena, limpia y justa. Buena, desde el punto de vista organoléptico: los alimentos Slow pueden ser muy sencillos - ajo, trigo, judías-, pero han de ser excelentes al paladar; limpia con el ecosistema y justa con los productores.

El segundo requisito, la limpieza, queda ligado al tercero: la justicia. La agricultura biológica crece día a día en los países ricos. Slow Food no certifica, sin embargo, ni limita sus expectativas a los alimentos ecológicos. Detrás de éstos hay muchos pequeños productores, pero también están las multinacionales del sector. Nueve de las diez grandes corporaciones agroalimentarias producen y comercializan ya alimentos bio. De hecho, se estima que en Estados Unidos dos terceras partes de este consumo benefician a multinacionales como Coca-Cola, Nestlé o Kraft. Para que la alimentación, además de limpia, sea justa, deben respetarse los derechos de los trabajadores. Los de países pobres difícilmente van a cumplir los estrictos requisitos de certificación de unas administraciones occidentales que les son ajenas. Pero sí pueden producir alimentos limpios prolongando, recuperando o reinventando el modo en que sembraron sus padres y abuelos.

El reto es poner sus alimentos en el mercado y generar una mínima estabilidad económica, que les permita sobrevivir y evite la emigración. Visto que no pueden servirse de los canales del mercado agroalimentario, habrá que apostar por economías de subsistencia y valerse de las nuevas tecnologías, para facilitar una distribución periférica de los productos. La globalización puede operar así en favor de los pequeños productores. Slow Food es una breve estructura, pero una resistente y ágil red. La conexión a internet permite poner problemas en común y buscar soluciones también compartidas.

Viticultores de Cabo Verde, pescadores de Brasil, cafeteros de Guatemala, ganaderos de Kazakistan, queseros de Bulgaria… así hasta sumar mil seiscientas comunidades de alimentos, que van encontrado el modo de vender sus productos, sin perder en el intento el valor y la autoestima. El productor y el coproductor, como llaman a los consumidores responsables, pueden contactar sin que el producto se encarezca con intermediarios. Esto funciona incluso con alimentos muy perecederos: el pescador artesano adelanta a sus consumidores la variedad y cantidad de especies que podrá ofrecer en los próximos meses siendo respetuoso con los caladeros. De este modo planifica pedidos, prevé ingresos y logra una estabilidad que le permite, a su vez, practicar una pesca sostenible.

Para ello, es indispensable que al otro lado esté ese coproductor: cinco millones de consumidores de comercio justo y socios y simpatizantes de Slow Food. Su forma de organización es el convivium: grupos de personas que en cualquier lugar del mundo deciden reunirse varias veces al año, disfrutar alrededor de la mesa, conocer mejor los alimentos de su entorno y promoverlos para el Arca del Gusto, que no es sino la forma de protección de los alimentos que han demostrado esa triple cualidad de buenos, limpios y justos. El modo de funcionamiento y las actividades de los conviviums son tan diversos como sus miembros: agricultores, ganaderos, pescadores, cocineros y consumidores de cualquier origen y ocupación. De ahí que no haya dos grupos iguales: unos cocinan, otros salen a recolectar, los hay que miran al mar y quienes catan vinos…  En ese empeño, que es también reivindicación del placer, las relaciones se van estrechando y la promoción de alimentos locales va dando frutos. Un convivium consolidado puede apoyar, además, a pequeños productores de otros continentes que necesiten ampliar su radio de mercado. Es el caso de los cultivadores de especias del sureste asiático, que se valen de los convivia italianos para planificar y distribuir su producción, o de los horticultores de Burkina Faso, que son asesorados por la Universidad de Barcelona.

El crecimiento de esta red hizo posible en 2004 la primera edición de Terra Madre. Miles de pequeños productores de todo el mundo se reunieron en Turín. Algunos traían sus alimentos; otros, los obstáculos para vivir de su trabajo. Los organizadores sólo pretendían, inicialmente, hacerlos coincidir, mostrarles hasta qué punto compartían problemas y posibles soluciones. Pero el éxito de la convocatoria hizo posible la toma de contacto y el fortalecimiento de la red. En algunos casos, hubo que partir de campañas locales de alfabetización. Detrás de esa instrucción había objetivos a corto plazo: las pescadoras de Mauritania o las productoras de aceite de argán del sur de Marruecos producían más, vendían mejor y lograban su independencia económica. Dos años después, en la edición de Terra Madre de 2006, mil seiscientas comunidades de alimentos de ciento sesenta países quedaban conectadas a la red.

Terra Madre 2006 ha sido un ambicioso debate, distribuido en múltiples talleres, en torno a tres temas prioritarios: la agroecología, el acceso al mercado y la consolidación de la red. Con tal fin se convocó también a cuatrocientos académicos de más de doscientas universidades y a mil cocineros de todo el mundo, encabezados por Alain Ducasse y Ferrán Adriá. Alimentación, investigación, hostelería y turismo, unidos en la promoción de los alimentos locales, la defensa de la biodiversidad, la educación del gusto y el consumo responsable. No es de extrañar la afluencia de pequeños productores de países pobres. Para comprobarlo, basta con entrar en www.SlowFood.com. La organización corría con sus gastos -no así con los de países ricos- y daba voz y luz a sus problemas y a su capacidad para solucionarlos. De hecho, el poder que transmitía la dignidad de estos herederos de quienes han alimentado a la humanidad durante milenios ha sido un logro impagable de Terra Madre.

Slow Food y Terra Madre no son, sin embargo, iniciativas altruistas. Su éxito radica en que beneficia a distintas partes: al pequeño productor que lucha por mantenerse y al consumidor que pretende saber qué come. Esa última demanda hace tiempo que mueve a las multinacionales del sector a invertir en apariencia de calidad y a publicitar salud y tradición culinaria. Pero muchos consumidores no se conforman ya con ver anuncios de vacas pastando y abuelas cocinando: quieren seguridad alimentaria y honestidad culinaria. Otros van aún más allá: saben que el marisco congelado que compran a bajo precio destruye manglares y provoca inundaciones, que detrás del café y del cacao puede haber hambre y emigración. Y buscan. Es una molestia, pero lo hacen. Son una minoría, pero una minoría que cobra adeptos. Igual que crece el turismo sostenible y la gastronomía invierte en calidad y recuperación de lo local.

Esa sensibilidad ha hecho posible, sin ir más lejos, que Terra Madre convocara a miles de personas de todo el mundo con sólo treinta personas en plantilla. El resto eran voluntarios: ochocientos entre dieciocho y no se sabe cuántos años, y mil quinientas familias del Piamonte que ofrecieron sus casas y sus camas a unos forasteros, que se sintieron realmente bienvenidos.

La clase política y los medios también han registrado esta modificación en las prácticas y hábitos de consumo. Sólo así se entiende su significada presencia en Terra Madre: inauguraron el Presidente de la República, dos ministros, la Presidenta de la Región y el Alcalde. Clausuraron el Vicepresidente del Gobierno y otros altos cargos. De Prodi a Berlusconi… poco parecía importar: todos estaban con Slow Food. Todos han comprendido, al menos sobre el estrado, que Europa debe vender calidad y debe apoyar la sostenibilidad de los recursos de los países emigrantes. También parecen haberlo comprendido los muchos altos cargos de otros países y continentes, que acudieron a Turín; entre ellos, los de varias Comunidades Autónomas españolas: Aragón, Cataluña, País Vasco, Valencia. Andalucía no estuvo, pero es de esperar que los responsables de sus administraciones y universidades lleguen pronto a la misma comprensión. Por ahora, los dos conviviums andaluces creados en 2006, Sevillaysur y Granada, han empezado a derramar la simiente.

Dra. Isabel González Turmo

Profesora titular de la Universidad de Sevilla

Comisión Nacional del Arca del Gusto

Fundación Slow Food para la Biodiversidad

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