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La hora de los cocineros andaluces

LA HORA DE LOS COCINEROS ANDALUCES

¡Cocineros: devotos, solitarios, ensimismados, mitómanos, creadores, eternos aprendices del arte más efímero! Hijos de su tiempo y esclavos de su oficio. Cada generación de cocineros tiene sus medios, su conocimiento y la ambición de su hora. Pero el oficio requiere de una actitud que sobrepasa a modas y tendencias. Los cocineros deben consagrarse a la búsqueda de la proporción más efímera. Encerrados en el medido espacio donde despliegan sus exactos gestos, el tiempo es su reto y su aliado. De ahí el ensimismamiento. Como el gusano construye con destreza su capullo en tiempo record, el cocinero trabaja tiempo y alimento hasta conseguir el efecto justo a los sentidos: el espectáculo a la vista, la sugerencia en el aroma, la rotundidad al paladar, la precisión en la textura, el contraste en la temperatura. Es la actitud del que se sabe manipulador del bien más necesario, de la materia más dúctil, de la obra más perecedera. Su creación dejará de existir en pocos minutos, se hará cuerpo y tomará el nombre y el aspecto del comensal. Destinados así a perseguir lo que, sin remisión, escapa para no volver, deben encontrar la gratificación en esa red que hila su mente con el alimento, su memoria con sus manos, sus sentidos con las herramientas, su sueño con la aspiración a trascender en el disfrute del cliente.

cocineros-andaluciaEn esa vocación avanzan también los jóvenes cocineros de Andalucía. Han aprendido el oficio en escuelas de hostelería, han hecho prácticas con alguno de los grandes, han acudido a congresos, investigan con universitarios, se han hipotecado con la compra de costosos artilugios culinarios…. Algunos son hijos o nietos de antiguos cocineros, pero la mayoría llegó al oficio por afición o de puro rebote. Su iniciación ha sido bien distinta de la de los cocineros que están a punto de jubilarse, esos que emigraron de los pueblos a las capitales, huyendo del hambre de posguerra o del desempleo que siguió a la primera mecanización del campo, allá por los cincuenta. Entraban de aprendices con doce o trece años y podían jubilarse de jefes de cocina, sin haber cambiado de local. El trabajo era la escuela y la vida. Ascendían cuando se iba un ayudante, un cocinero o el mismo jefe de cocina; así, grado a grado. No necesitaban titulación ni currículum: la carta de presentación del restaurante era la única referencia válida. Algunos, los menos, conocieron la fama, pero el retrato modelo del cocinero se diluía en el anonimato al que volvieron la mayoría de los profesionales, cuando la carestía de posguerra empañó el brillo de la gastronomía.

El lucimiento no llegó hasta la transición. Después, con la incorporación a la Unión Europea y el posterior acceso a Internet, cambió el sistema de suministros: en unas horas tenían en la cocina los alimentos más preciados y remotos; y, por último, se hizo el milagro de la tecnología. Con el cambio de siglo, la alta cocina despegó en una aventura con capacidad de trastocarlo todo: lo que era frío es caliente, lo que fluía se ha solidificado, lo que cedía al paladar, cruje. Liofilizar, infusionar, sferificar, osmotizar: éste es el nuevo vocabulario de cocina, que define cómo intensificar el sabor de algo que ha perdido su apariencia o cambiar el gusto sin modificar la forma o licuar un sólido o deshidratar sin restar propiedades. Técnicas para avanzar e incluso liderar la tendencia de los tiempos: se experimenta hasta el límite, se intensifica la percepción, se superponen sensaciones nuevas, se acelera el ritmo, se juega con la ambivalencia.

A la tecnología se suman nuevos condimentos: humus, compost, suelo marino, algas… y, desde luego, ingredientes, que ya no necesitan ser caros ni están estipulados: la merluza y el solomillo han dejado de ser imprescindibles para un restaurante de postín; una buena carta puede bastarse con tomates, aceitunas o camarones y, además, se aprovecha todo. El único requisito es que sean buenos. Para colmo, la tradicional división entre cocina y sala ha saltado por los aires: los camareros terminan el plato en la mesa, al tiempo que informan de lo que hacen y de cómo ha de comerse. Tal acumulación de cambios en tiempo record arrastra al comensal, que se ha convertido en parte activa del proceso creativo. Para disfrutar, y también para rentabilizar la cuenta que habrá de pagar, como le ocurre al paciente que acude al psiquiatra, debe afinar su sensibilidad y avivar su inteligencia. Sólo así descubrirá la nueva significación que se le ofrece en el plato.

El viaje no ha hecho más que empezar, harán falta años para profundizar en las muchas posibilidades que ha abierto la innovación culinaria. Los cocineros andaluces han sido en 2007 anfitriones del I Congreso de Alta Cocina celebrado en Andalucía y han demostrado un potencial semejante al de las primeras figuras internacionales que acudieron a Sevilla. Pero el reto de profundizar el surco no es el único que tienen por delante. Los cocineros tienen hoy otras responsabilidades que escapan a lo estrictamente culinario: de una parte, apoyar a los pequeños productores de su entorno, integrando sus alimentos en las cartas. Lo hacen ya italianos, franceses, brasileños, estadounidenses… y en España, vascos, catalanes, valencianos… Profesionales concientes de su crucial papel en la defensa de la calidad, la biodiversidad y la educación del gusto. Una defensa que beneficia a la excelencia y singularidad de sus platos.

De otra, está pendiente la integración de la mujer en la alta cocina, territorio masculino salvo excepciones, como ocurre con otras profesiones de élite. Del mismo modo que las ejecutivas españolas encuentran dificultades para compatibilizar la maternidad con el ejercicio de su exigente profesión, las cocineras se ven forzadas a elegir la dedicación que dan a su limitado tiempo. Sólo el apoyo de sus compañeros de oficio, haciendo hueco a las madres en las cocinas y colaborando en casa, puede salvar el dilema de la mujer. La cocina es exaltación de los sentidos, pero para completar su condición humana, ha de ser también ética.

Dra. Isabel González Turmo

Universidad de Sevilla

Sevilla, a 20 de diciembre de 2007

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