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Visita a las haciendas El Limonar y El Garrotal el 22 de mayo


El sábado 22 de mayo hemos realizado una visita a dos interesantes fincas en Puebla del Rio (Sevilla):

puebla-1 puebla-2En la finca El Limonar,  Francisco Díaz Pineda ha conseguido reconstruir una hectarea de antiguo eucaliptar en una hermosa finca con vegetación autóctona, allí obtiene humus a partir de lombrices y elabora de forma artesanal esencias puras de las variedades que cultiva.

Nuestra socia Luz García ha realizado una detallada crónica de esta visita: http://www.youtube.com/watch?v=NXK5oI5uG8c

puebla-3puebla-5En la finca  El Garrotal nuestras socias Karin y Tatiana cultivan una gran variedad de flores comestibles y diversas variedades de hierbas, verduras y cítricos. Disfrutamos también, gracias al esmero de Tatiana, de una amplia degustación de elaboraciones propias.

Isabel González Turmo ha escrito dos sugerentes textos inspirándose en la vida de estas personas. Un escrito titulado “madres e hijas”, dedicado a Karin y Tatiana, a la vez que a Charlotte y Gioconda. Y otro, titulado “el hortelano no está solo”, dedicado a Francisco Díaz.

DE MADRES A HIJAS

Isabel González Turmo

Sevilla, 2010

Para Karin y Tatiana,

y para Charlotte y Gioconda.

Un hilo tan invisible como resistente sostiene los primeros y los últimos días de la vida. Pocos son capaces de describir el olor de la madre, el sabor de su piel al besarla y, menos aún, de explicar cómo era el dejo de la leche que le abrió el paladar y lo alimentó por vez primera, pero casi todas las mujeres son capaces de evocar el olor agridulce de su madre, esa mezcla de cariño, esfuerzo y preocupación, que temen imitar pero reproducen a cada paso. Al final de sus días, cuando la memoria se despreocupa de todo lo accesorio y se instala con fuerza en la infancia, como queriendo cerrar el círculo de un conocimiento que solo los sentidos y las emociones pueden alcanzar, el recuerdo inmediato, casi palpable de la madre, resiste como tanza y termina haciéndose visible al contraluz de la muerte.

Entre medio, las mujeres deciden vivir más o menos alejadas de sus madres. Pero incluso aquéllas que resuelven emigrar a las antípodas, comprueban cada día, al disponer qué comen y cómo lo comen, que llevaron a sus madres con ellas a la otra punta del mundo. El tiempo de cocción, la condimentación, las mezclas de sabores, la presentación, la mesa y sus maneras, por sencillas que sean, son los ámbitos en los que las madres reinan más allá del tiempo y del espacio, y por encima de la voluntad de sus hijas. De esas hijas queridas, que pueden vestir mal, votar al partido contrario, abrazar otras religiones, labrarse el oficio desaconsejado, elegir la pareja que no la hará feliz, ser  en definitiva tan libres como quieran, pero que, a la hora de la comida, buscarán inevitablemente los sabores de su infancia y construirán su universo alimentario sobre los pilares y con los gestos de sus madres.

Esa es la razón por la que los recetarios apenas se utilizan por más que se editen: la elección diaria viene heredada, la receta está grabada en el paladar y en la memoria de la mano que amasa y remueve; y es también la razón por la que las mujeres se empeñan en puentear las especialidades culinarias de sus suegras y hacen valer  las propias, que son las de sus madres. Los parentescos alimentarios son matrilineales y esa lealtad a los sabores maternos solo puede torcerse educando a la niña con disciplina férrea en las prácticas de la familia del marido. Es lo que ocurre allí donde las mujeres son casadas muy jóvenes y van a vivir y a servir a la madre del novio.

Pero si eso no ocurre, las hijas avanzan durante años en el aprendizaje de las destrezas de sus madres. No hacen falta lecciones. Se produce por imitación y es sobresaliente cuando media la admiración. Esa admiración que anima a las niñas a amasar el pastel confundiendo sus manos con las de la madre o que graba en sus mentes la imagen de la mesa recién servida, aquel día que fueron tan felices.  Todas las madres, por desastres que sean, son capaces de despertar esa admiración con sus gestos cotidianos y todas las hijas recogen ese legado, aunque después sus dotes y la vida se encarguen de dejar su impronta, contribuyendo así a la inabarcable pluralidad con que se reproduce la cultura alimentaria.

Pero hay madres que deslumbran por su creatividad. Son imaginativas y voluntariosas. Son cultas, en el sentido más profundo de la palabra, y cultivan. Saben hacer de esos conocimientos, a los que se llama domésticos y se suele minusvalorar por cotidianos y anónimos, una obra que merece brillar y perdurar. Esa empresa es muy probable que sea bella y placentera, pero además estará impregnada de sentido práctico y procurará ser rentable. Es frecuente que la hayan construido al hilo de sus vidas, con el tiempo y el esfuerzo que entresacaban cada día, después de cuidar a los que aman; entre crianzas y enfermedades, entre lecciones y celebraciones. Son por eso obras de largo recorrido, singulares, irrepetibles, impregnadas de ese mismo amor. Y sí: merecen ser conservadas.

Y hay hijas que deslumbran por su generosidad. No es fácil adaptar la fortaleza y el protagonismo de la juventud a las condiciones de una obra que ya viene encauzada. La mayoría prefiere labrar su propio camino, cometer sus errores y merecer sus logros, aun a riesgo de sobrevivir en la mediocridad.  Pero hay unas pocas, las mejores, que tienen demasiado corazón. Parecen premiadas con la sabiduría de la madurez. No necesitan ganar batallas. No tienen que estar en primera línea. Saben avanzar y retroceder. Saben que al dar su vida la están ganando.

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EL HORTELANO NO ESTÁ SOLO

Puebla del Río. Mayo de 2010

Isabel González Turmo

A Francisco Díaz

Francisco no tiene nietos. Todavía es un hombre fuerte. Fuertes son su cuerpo y su mente. No importa que pasen los años, si se ha tomado la vida entre las manos. Entre las mismas manos que toma la madera de su carpintería, la tierra de su huerto, los frutos de su cosecha. Porque Francisco da fruto. Es un don, pero también fue una decisión.

Todo hombre vislumbra su obra faraónica. Toda mujer también; ya lo sabemos y no hace falta repetirlo. Las dimensiones de esa obra dependen del poder y la ambición, pero también de la sabiduría y del sentido de la proporción. Su valor no es absoluto ni guarda proporción directa con la medida. Pero la voluntad de llevarla a cabo sí debe ser absoluta. Por eso, pocos la cumplen. Francisco no tiene otra ambición que la de colmar su vida y ese es también su sentido de la proporción. Por eso la decisión fue clara: un hombre, una hectárea. No necesitaba más.

Una hectárea que compró hace veinte años, después de ver el mundo que necesitaba ver y trabajar en los oficios que la suerte le puso a mano. Volvió, igual que el gigante vestido de blanco del poema de Pavese que a su vuelta de los Mares del Sur lo encontró todo nuevo, solo que él no había recorrido los Mares del Sur ni vestía de blanco ni compró un garaje con un surtidor de nafta, sino una hectárea cerca de la casa donde nació, de las Marismas y del Coto, donde la luz azul se agiganta en blanco y se recoge en violeta, donde el olor a jara y a lentisco se funde con el de las mareas, que remontan el río cumpliendo con su brisa la memoria del océano: inundar el estuario hasta donde acaban las tierras bajas, hasta los arenales que Francisco ha convertido en tierra fértil.

Compró esa hectárea de eucaliptal en pendiente arenosa, con una ruina, que ahora es su casa, y otra más pequeña, que ha convertido en su refugio, en la retaguardia de su obra: algunos libros escogidos por razones casi encontradas (Montaigne junto a Delibes), una mesa que invita al trabajo reflexivo y piezas sueltas que dan presencia a los elementos: madera, agua, fuego…

Empezó talando eucaliptos y levantando terrazas. Sembró naranjos y almendros, nísperos y moreras, incluso un acebuche que crece hoy con fuerza sobre el tocón de un eucalipto. La sombra de los árboles fue rodeando la huerta, los pilones y la alberca, y el ciclo de la vida se repitió año tras año, con esa fuerza que enraíza, brota y fructifica. La misma que atrajo a gansos y palomas, que fecundó gallinas y multiplicó a los millones de gusanos que en su oscuridad fertilizan cada palmo de tierra. Y al tiempo que sacaba fruto de la tierra y hacía florecer los lirios en los estanques, su mano sellaba el alambique para obtener la esencia del mirto y la mejorana, del eucalipto citriodora y del del globulus, que ahuyenta las alergias y apacigua la tos.

Una hectárea es la medida justa para ensanchar el espíritu del hombre que quiere meter sus manos en la tierra y confundir su sudor con la savia, su pulso con el ritmo del planeta. Dar y recibir de la tierra que todo lo merece y de aquéllos que se hagan merecedores. No hay más misterio que el del conocimiento elegido, ni más ambición que la de andar el camino colmando cada oportunidad.

Pasarán los años y Francisco seguirá cediendo el compost y el conocimiento a quién busque la luz en las entrañas de la tierra. Es la tarea de su vida y cumplirá su ciclo. Pero será en la sangre de su sangre donde el tiempo se cumpla. Francisco tendrá nietos, que heredarán lo que él recibió de su abuelo y lo que después aprendió mientras enramaba sus días: a distinguir el canto de los pájaros, a buscar las causas primeras, a regar con agua de lluvia, a escuchar al cuerpo, a levantar tomateras, a labrar la generosidad, a criar gusanos, a esconder lo que debe permanecer oculto, a abonar a tiempo, a cultivar la salud, a recoger la fruta madura, a decidir cuando quiere ser visto, a seleccionar las mejores simientes, a acompasar la vida con la muerte. Para todo habrá un tiempo, porque Francisco sabe que no está solo, que muchos de los que vinieron antes tejieron lo que es.

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