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Ecogastronomía como estrategia resiliente para el mundo rural


Pedro A. Cantero y Esteban Ruiz Ballesteros
Universidad Pablo de Olavide (Sevilla)

La literatura sobre el mundo campesino es clásica, hubo un tiempo en el que lo bucólico identificaba felicidad con retiro campestre, como también se asociaba buena mesa con terruño. Ir al campo a tomar los aires implicaba compartir un modo de vida, aun si relegado, todavía vivo. Esa figura parece haber tomado otro sentido en estas últimas décadas. Es cierto que la revolución industrial llevaba el germen del desmantelamiento rural. Pronto lo conocerían los primeros países industriales, especialmente Gran Bretaña, pero su generalización a escala mundial no comenzaría hasta mucho más tarde con la llamada revolución verde, en la segunda mitad del siglo XX, y con la globalización y el auge de las multinacionales agroalimentarias. No obstante queda en el “mundo” urbanita un retazo de fascinación por lo rural como objeto de añoranza y requiebro, lo que lo ha convertido en el escenario predilecto de la expresión de “lo nuestro”, identificándolo con una idea de patrimonio conservacionista, como si todo su interés se redujera a una rehabilitación de lo desahuciado. Eso más que favorecer el conocimiento del mundo campesino, nos lo ha velado. A pesar de las múltiples “investigaciones” sobre lo rural, no se ha entendido la “contemporaneidad” de las culturas campesinas. Para ese “entendimiento” bastaría con considerarlas culturas vivas, amenazadas pero vivas. En ese sentido, surgen aproximaciones pragmáticas que han sabido ver lo rural desde enfoques menos estáticos y hacer propuestas que llevan implícitas un reconocimiento de su vigencia. La ecogastronomía es una de ellas y como tal nos parece importante interesarnos en su estudio aún si eso conlleva un peligro, el de su esterilización.

Repensar la sociedad rural implica repensar lo que se le quiso erradicar, como antigualla impropia de nuestro tiempo. Todo proceso de patrimonialización debería huir de los clásicos enfoques museísticos descontextualizados, para plantear una visión coherente de lo que “son” las sociedades en su entorno. Decimos bien “son” y no “fueron”, pues es crucial trascender los objetos o las técnicas: repensar implica “resembrar”: volver a dar sentido. De ahí que entendamos la ecogastronomía como un proceso patrimonializador de lo vivo que pretende un rebrotar integral; desde la producción agroganadera de calidad a un turismo cultural en el que no se contempla una escenografía rural anémica sino que se participa de una dinámica rural en ebullición, co-construyéndola y teniendo como eje axial la producción y consumo de alimentos. De ahí que resulte primordial desvelar lo que fundamentaba la sociedad rural: una visión comunitaria asentada en formas de reciprocidad que no sustituyen al mercado sino que lo complementan, junto a modelos particulares de apropiación y apego al entorno (Temple, 2000).

Concebimos la ecogastronomía como un enfoque de desarrollo integrador y complejo. No en vano ha sido originado en la acción, la práctica y la propuesta; en el activismo antes que en la academia (Murdoch y Miele, 2004; Nosi y Zanni, 2004, Pietrykowski, 2004). La ecogastronomía funde dos campos de acción-pensamiento en apariencia muy distantes: la gastronomía y la agroecología. Ahí reside su apuesta por la complejidad como forma de alcanzar la integralidad, persiguiendo una revolución alternativa basada en el decrecimiento (Scalltriti, 2008). En este sentido podemos entender la ecogastronomía como una propuesta de práctica cotidiana que socava el sentido “desarrollista” de la economía y la agricultura de mercado a partir de una consideración de la alimentación humana que recoge toda su complejidad política, social, económica y simbólica (Fischler, 1990). Por eso se presenta como un contrapoder enriquecido por todas las ciencias que persigue la biodiversidad y la equidad (Petrini y Pitte, 2004:8). La filosofía de este movimiento ecogastronómico tiene su base en la premisa de que a partir de procesos micro-económicos se propician transformaciones macro-económicas:

Tirando del hilo de la cocina, de los productores y productos, hemos ligado las cuestiones alimentarias al resto, es decir el turismo y el comercio justo, la defensa del medio ambiente, la cultura popular, la educación de los más jóvenes, el empleo. Esto se ha convertido en un catalizador que crea ahora una ramificación económica de gran amplitud (Petrini y Pitte, 2004:10) .

Lo paradójico de la ecogastronomía es que mientras puede entenderse como un ejemplo de radical politics (Pietrykowski, 2004:311) su base “ideológica” se centra en que «el alimento es un elemento clave en el mantenimiento y desarrollo de la comunidad» y que asimismo «…el gusto es una sensación  capaz de propiciar el desarrollo»  (Pietrykowski, 2004:311); por ello el movimiento Slow Food  promueve en realidad una forma de economía social al aumentar el capital social de aquellas zonas en las que actúa (Pietrykowski, 2004). Búsqueda del placer y politización no son dos fenómenos usualmente unidos como estrategia común, no obstante, este es el distintivo de la ecogastronomía: «el placer de la mesa deviene una forma de resistencia a la corporativización, estandarización de los alimentos producidos de forma masiva» (Pietrykowski, 2004:318). Por tanto estamos ante una política radical que, ante todo, se manifiesta en la práctica cotidiana.

La gastronomía se entiende como la ciencia y el arte del buen comer. Por su parte, la agroecología «propone un desarrollo rural de base campesina para encarar la crisis ecológica y social actual que entronca con algunas iniciativas de desarrollo social alternativo que se están dando recientemente en Europa y que están llevando a hablar de un proceso de recampesinización» (Sevilla y Soler 2009: 35). En esa corriente se inscribe la ecogastronomía, al intersticio de producción y consumo: en el corazón de la alimentación humana. Frente al zamponeo sin discernimiento, a la ortorexia neurótica o la gastronomía sin conciencia, surge la ecogastronomía. La ecogastronomía comporta una triangulación entre agroecología, restauración y turismo que incide en bucle sobre el conjunto de una comarca.

Como concepto superador la ecogastronomía implica al buen gusto gastronómico con una dimensión ecológica y solidaria al que no siempre se asoció el buen comer. Esta visión se inscribe en lo que Felix Guattari (1996) llamó la ecosofía, que tiene en cuenta la triple dimensión de lo mental, lo social y lo medioambiental. Triple dimensión sin la cual difícilmente se puede hablar de ecología, ni de comensalidad. La ecogastronomía ambiciona, por el mero hecho de comer bien, recuperar, mantener y promover productos genuinos con métodos equilibrados y justos. Medios de  vida armoniosos, conjuntados a la promoción de variedades autóctonas; entendiendo por tales, no solo aquellas con arraigo plurisecular, sino las que de modo ponderado se introdujeron y asentaron hasta vincularse al terruño.

La ecogastronomía no se centra de modo obsesivo en los productos, desvinculándolos de quienes los producen. La comarca toda y las redes solidarias importan tanto o más, a condición de que se cultiven con esmero productos de calidad. El placer de la buena mesa, más que vivir alejado de la realidad que lo sustenta, debe ocuparse de la calidad del producto en la que también intervienen las condiciones de producción. Frente a la comida globalizada y sin matices, la ecogastronomía privilegia el gusto, la calidad y el equilibrio socioambiental. Al dar la espalda los consumidores a la producción campesina de calidad, gran parte de la sociedad rural se derrumbó y con ello se acentuó la emigración hacia las grandes ciudades, dejando la tierra baldía y los pueblos sin alma.

Esa producción desactivada, nos lleva más allá de la esfera económica. Dado el papel que juegan los productos locales en la conformación del entorno y de la propia cultura, su abandono conlleva la desvinculación de las personas del medio y de formas de vida con sentido y significado, con las consecuencias asoladoras resultantes. De ahí que la ecogastronomía como impulsora a un tiempo del turismo rural, de la recuperación de cultivos de calidad y de la equidad social encierre un potencial resiliente considerable y, para muchas comarcas deprimidas, pueda representar una estrategia interesante que propicie su “renacimiento”. Resiliencia implica sostenibilidad social y ecológica (Ruiz, 2009 y e/p) y la ecogastronomía, como hemos visto, procura sus bases en un entorno tan necesitado de ello como el mundo rural.

Desde el enfoque ecogastronómico, el turismo no debe considerarse como un fenómeno aislado, sino como un elemento más de un conjunto complejo. El turismo rural no puede desarrollarse en detrimento de otras formas de economía sino, al contrario, complementarlas. En primer lugar, como solución armónica de una comarca frágil a la que un desequilibrio estructural puede desarticular y, en segundo lugar, porque el visitante dejará de interesarse por un marco que haya degradado tanto su entorno como su vitalidad. Las típicas propuestas de turismo rural insisten sobre el aislamiento y lo rústico, pues bien, sin menospreciar esa dimensión, desde la ecogastronomía se contempla  el despliegue del conjunto de potencialidades comarcales, tanto medioambientales como económicas o sociales, considerándolas como un “todo” indisociable en el que se resiembran y reactivan unas a otras.

No cabe centrarse obsesivamente en el pasado haciendo de lo tradicional un espectro esperpéntico, que no haría más que fosilizar funciones, producciones y oficios que, por amoldarse crispadamente a una tradición malentendida, resultarían actividades de “reserva indígena” o talleres de parque temático. No se puede reproducir vaciando el sentido.

¿Por qué pensamos que el enfoque ecogastronómico es una orientación eficaz? Porque una restauración basada en una producción local esmerada revitaliza el medioambiente y re-dinamiza una sociedad declinante. Esta tendencia es hoy una realidad en diversas comarcas europeas hasta hace poco en regresión económica y cuya agricultura parecía en vías de aniquilación, dejando el territorio en silvestría a modo de vacío al que se va a respirar aire puro, corretear en bicicleta de montaña o a coleccionar senderos “come grasas”.

tomate-1Ejemplos no faltan. Sea en Francia, en Italia, en España o Gran Bretaña, iniciativas centradas en productos bien distintos han tenido incidencia  -siguiendo en mayor o menor medida este enfoque ecogastronómico- en el desarrollo comarcal. El caso de las cerezas de Lari en Italia (Treager et al 2007), el queso en L’Aubrac en Francia (Bessière, 1998), la revitalización gastronómica de la Toscana (Miele y Murdoch, 2002), el vino en el Priorato catalán (Arnesto y Gómez, 2006), la revitalización de la identidad en Cornwall a partir del turismo gastronómico (Everet y Aitchison, 2008), el tomate rosado en la sierra de Aracena (Cantero y Ruiz, s/p), son algunos de los casos que han sido investigados particularmente.

Esa dinámica la entendemos válida para cualquier región del mundo. No basta con producir y producir bien, hay que favorecer redes alternativas de mercado, formas de turismo constructivas que propicien la buena mesa y la producción agroecológica. La buena mesa comporta  comprender la multidiensionalidad de los alimentos en las culturas locales y su contribución efectiva a la sostenibilidad del planeta. Cultura y patrimonio juegan un papel ambivalente ya que una y otro se alimentan recursivamente: no sólo la cultura produce patrimonio, sino que el patrimonio, cuando es vivo, produce cultura. Esta circunstancia está a la base de un auténtico proceso resiliente y de una auténtica patrimonialización de lo vivo.

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